HISTORIA DE LA SALUD PÚBLICA
El terremoto de 1746 y su impacto en la salud en la ciudad de
Lima
The earthquake of 1746 and its impact on health
in the city of Lima
Carlos Carcelén
1 Magíster en Historia de América
Daniel Morán
1 doctor en Historia
Laura Amador
1 bachiller en historia
1 Universidad San Ignacio de Loyola, Lima, Perú.
RESUMEN
Durante el siglo XVIII la ciudad de Lima fue
afectada por una serie de desastres de origen natural y de epidemias que
mermaron tanto la población como la producción agrícola. A continuación,
analizaremos el caso del terremoto producido en Lima el 28 de octubre de 1746 y
su impacto en el sistema de salud de la ciudad. Dada la magnitud de su
destrucción en la infraestructura y el alto número de muertes, marcó un hito en
la sociedad limeña de la época.
Palabras Claves: Terremotos; Epidemias; Perú (fuente: DeCS BIREME).
ABSTRACT
During the 18th century, the city
of Lima was affected by a series of natural disasters
and epidemics that depleted both the
population and agricultural
production. Next, we will analyze
the case of the earthquake in Lima on October 28, 1746 and its impact on the
city’s health system, given the
magnitude of the destruction of infrastructure and
the high number of deaths it marked a milestone
in Lima’s society at the time.
Keywords: Earthquakes; Epidemics; Peru (source: MeSH NLM).
TERREMOTO, DESTRUCCIÓN Y EPIDEMIA EN 1746
Hasta antes de que el terremoto ocurrido en 1746
destruyese Lima y Callao, en la capital virreinal se registraron catorce
terremotos en los años 1582, 1586, 1609, 1630, 1655, 1687, 1694, 1699, 1716,
1725, 1735, 1734 y 1743, siendo el de 1746 el más destructivo (1). Se
puede observar la constante destrucción de la infraestructura hidráulica de
Lima y su entorno productivo originado por una serie de sucesivos terremotos,
que son resumidos en la investigación de María Eugenia Petit-Breuilh
Sepúlveda para toda la época colonial (2) y en el catálogo publicado
por Lizardo Seiner Lizárraga (3) para los siglos XV al XVIII.
El 28 de octubre de 1746 a las
10:30 de la noche (4), Lima fue sacudida por un terremoto que dejó unas 1300
personas muertas (5) mientras que en
El Callao el número fue mayor, unos 3800 muertos (2), ya que el sismo fue
seguido por un tsunami, con olas de entre 10 y 24 metros (6). En
total se puede hablar de la pérdida del 8% de la población total de Lima y
Callao, que se calculaba en unos 65 000 habitantes en esos años (4). Se
calcula la fuerza sísmica en 8.4° en la escala Richter. La severidad del
terremoto fue tal, que la intensidad en la escala Mercalli Modificada se ha
estimado en X-XI, lo que indica un grado de destrucción altísimo (1).
Respecto a los daños se
requirió la reconstrucción de «las fortificaciones y población de El Callao, al
igual que los dos edificios más significativos de la capital: el palacio
virreinal y la catedral. Los principales hospitales, conventos y templos
sufrieron derrumbes y grandes destrozos, únicamente permaneció ilesa la iglesia
de San Francisco y la de Santo Domingo sufrió daños menores» (7).
Pérez-Mallaína
(3),
usando los testimonios de Eusebio Llano Zapata y del arzobispo de Lima Pedro
Antonio Barroeta, describe la tragedia de las
epidemias posteriores al terremoto: «Como es natural, el hacinamiento, la
carencia de higiene y la exposición a las inclemencias del tiempo y el hambre,
‘puerta franca de las pestes y llave maestra de las enfermedades’, terminaron
por desencadenar epidemias, entre ellas las de ‘tercianas’, los ‘dolores
pleuríticos’, los ‘efluvios de vientre’ y el temible ‘tabardillo’, es decir el
tifus».
Algunos testimonios de recién
llegados mostraban sorpresa al ver a los leprosos transitar por las calles y al
asentarse poblaciones sobre los estercoleros, en habitaciones separadas por
una simple estera, los contagios eran rápidos y mortales. Tras el terremoto las
epidemias y mortandad se presentaron pese a los esfuerzos de las autoridades,
en especial del Virrey, por restablecer el ritmo del abastecimiento de
alimentos, tanto los traídos desde Chile, como el trigo, o del interior, como
la carne, los frutos y la nieve de Huarochirí. Asimismo, otra prioridad fue
despejar las cañerías y restablecer el flujo de agua en la ciudad, por las
necesidades sanitarias y alimenticias, y por las de energía hidráulica para los
molinos de trigo (5).
Luego del movimiento inicial,
la gente se volcó a las calles. El virrey Manso de Velasco (8) narra que debió retornar a la Plaza Mayor poco
después del terremoto, la cual se encontraba llena «... de innumerable gente,
que, poseída del susto, solo pensaba en buscar un lugar que no pudiese serle de
sepulcro; y el resto del Pueblo, se hallaba alojado en otras plazas, en
Huertas, y Campañas». Y en dicha situación permanecieron los sobrevivientes por
varias semanas. Los más pobres se asentaron en las plazas o se dirigieron al
campo, y fueron víctimas de las enfermedades respiratorias o infecciosas
generadas por la exposición a los elementos de la naturaleza y las precarias
condiciones sanitarias.
Los cadáveres se encontraban a
la intemperie por lo que las autoridades se vieron en la necesidad de abrir
fosas en las plazas y calles. Aunque el trabajo de sepultar tal cantidad de
cuerpos era una tarea percibida como peligrosa debido las condiciones y se
temía la aparición de epidemias debido a la gran cantidad de restos, Manuel de
Odriozola recoge que se calcularon «más de tres mil mulas y caballos podridos
debajo de las ruinas, sin haber sido posible sacarlos. Al cuarto día de
ocurrido el terremoto se continuó enterrando los cuerpos en fosas excavadas en
los cementerios y plazas llegando según testimonios de la época a 1300» (9).
No obstante, el virrey convocó
a la Cofradía de la Caridad, la cual, con la asistencia de quienes se
encargaban de la limpieza de las calles, se encargó de llevar los cadáveres a
las iglesias para librar a la ciudad de la infección con que estaba amenazada.
A propósito de esta tarea, el jesuita Pedro Lozano señala que dichas labores
ocasionaron la muerte de quienes las practicaron, según la creencia de la
época, a causa del olor de los cadáveres. Además de la falta de condiciones
adecuadas para la remoción de escombros y cuerpos «y no habiendo quedado en pie
siquiera un granero, o pósito de las cosas necesarias a la vida» (9).
Los «miasmas» eran
considerados la principal causa de contagio de las enfermedades (10), y
su propagación era un temor que crecía cada vez más debido a las condiciones
sanitarias en que se encontraba la población. Generalmente los miasmas eran
entendidos como un efluvio que se desprendía de las aguas estancadas, los
cuerpos enfermos o en descomposición, incluso las casonas coloniales tenían un
segundo patio en la parte posterior y, «en dirección opuesta al viento, los
cuartos de los esclavos, para que el aire se llevase supuestos malos olores» (11).
Ante la amenaza de una
epidemia, se recogieron los muertos para darles sepultura en grandes zanjas que
se abrieron en las plazas. En estas condiciones, «en que el vecindario se
hallaba a la intemperie, fuertes vientos y tenaces aguaceros –desconocidos en la
costa– acentuaron los padecimientos de la atribulada población, y cerca de 2000
personas fallecieron como consecuencia de afecciones bronquiales, disentería y
enfermedades gastrointestinales. En los campos enjambres de sabandijas asolaron
los sembríos» (12).
Sobre las epidemias Lastres (13) señala que, en 1746, luego del «el gran
terremoto»,, hubo una epidemia de tabardillo (tifus),
que ocasionó la muerte de entre seis y ocho mil personas. Aunque encontramos
una cifra más modesta en los Anales del Cuzco.
(14) donde se menciona que
tras el terremoto perecieron en Lima «más de dos mil personas, víctimas del
tabardillo, pleuresías y distintas enfermedades que tomaron forma de epidemia»,
lo que sí es concluyente es que la población vio afectada su salud seriamente
afectada debido a las condiciones sanitarias tras el terremoto. Las
enfermedades eran transmitidas por vectores que surgieron a raíz de los cambios
climáticos generados tras el terremoto y tsunami, en principio y,
posteriormente, el evento del El Niño de 1747. Además, existieron enfermedades
originadas por el agua acumulada tras las inundaciones; la contaminación por agua
propició brotes de tifoidea.
IMPACTO EN LA SALUD
Entre las décadas de los
cincuenta y los sesenta, las responsabilidades del sector sanitario fueron
variando, enfocándose no solo en aquellos que acudían en busca de atención
médica, sino también en los que no lo hacían, cambiar «el curar» por el
«hacerse cargo de la población», coordinando lo social con lo clínico (15,16).
Evidentemente, para 1746 aún no se entendía en su totalidad el concepto de
salud pública y la ciudad se recomponía gradualmente luego de numerosas
actividades religiosas sin que se establezca una discusión sobre cómo mejorar
las condiciones existentes ante el próximo terremoto. En las siguientes líneas
se mencionan los cambios en la respuesta de las autoridades ante estos hechos
siendo posible notar un incipiente interés por mejorar las condiciones de vida
de la población pese a que los primeros visos de salud pública llegarían tras
la ilustración.
La población sobreviviente se
desplazó hacia las zonas rurales y refugios temporales lo cual incrementó el
riesgo de infecciones. Las principales enfermedades que padecen las personas
agrupadas en espacios insuficientes son las diarreas y la disentería, tos
ferina, tuberculosis, sarna y otras dermatosis (17), se trata de un patrón
epidemiológico que se repite luego de un desastre natural y que se dio en esta
población, de acuerdo a los testimonios que refieren un mayor número de
víctimas por causas indirectas que por el desastre mismo.
La transmisión de enfermedades
contagiosas inmediatamente a desastres naturales puede ser influida por seis
factores: a) las enfermedades existentes en la población antes del desastre y
los niveles endémicos que esta padecía; b) los cambios ecológicos provocados
por el desastre; c) los desplazamientos; d) el daño a edificios de servicios
públicos; e) el desquiciamiento de los programas de control de enfermedades y
f) la alteración de la resistencia individual a las enfermedades (17-20).
En el caso del terremoto de Lima se cumplieron casi todas las condiciones.
Si bien, la ciudad contaba
hasta con catorce hospitales, como se observa en la Tabla 1, estos no contaban
con el presupuesto apropiado para satisfacer las necesidades sanitarias de la
población. De un presupuesto total de 1 882 701 pesos correspondientes a los
primeros años del gobierno del conde de Superunda, se
destinaban a ayudar al mantenimiento de los hospitales para blancos, indios y
castas, 27 998 pesos, es decir, el 1,5 % (5).
Tabla
1.
Hospitales públicos y religiosos (siglo XVIII)
Luego del terremoto, gran
parte de los hospitales quedaron destruidos por lo que su reconstrucción era
urgente (10).
En el Real Hospital San Andrés, de españoles y sus hijos, de 2449 ingresos tras
el terremoto y hasta un año después murieron 290. En el de Santa Ana, para
indios e indias, de 2120, murieron 422, sin contar los 42 que murieron
sepultados la noche del terremoto. En el hospital de San Bartolomé de 202
murieron 75 (9);
igualmente, el Hospital del Callao, que auxiliaba a la «gente de mar y tropa»,
se destruyó como consecuencia del terremoto, por lo que los enfermos debían
concurrir a Lima para ser atendidos, en consecuencia, hubo más muertes
indirectas por la demora en el traslado (13).
La escasez de alimentos, la
destrucción de la infraestructura hidráulica de la ciudad y de la zona agrícola
aledaña, que produjo una mayor escasez de agua, y el incremento de la
temperatura y la humedad por ser el inicio del verano posibilitaron el
desarrollo de una serie de epidemias, como el tifus, la sarampión, las
infecciones respiratorias y gastrointestinales, que costaron la vida de 2000
habitantes de la zona de desastre desde noviembre de 1746 hasta febrero de 1747
(21).
En los meses previos al
terremoto, por un cálculo elaborado sobre los padrones de confesión, «se
regularon de población 60 000 almas, incluso los campos y haciendas», el evento
sísmico, junto a las epidemias subsiguientes disminuyeron la población en seis
u ocho mil individuos (22); para 1755 el crecimiento vegetativo no
había logrado cubrir la cifra de desaparecidos (21).
Por otra parte, la dificultad
que representaban los montes de escombros para el rescate de los cadáveres
tanto de seres humanos como de caballos, burros y otros animales domésticos
que murieron en grandes cantidades, produjo un hedor pestífero que permeaba a
la ciudad y que despertó el miedo de que seguirían grandes epidemias. La
putrefacción de cadáveres creó condiciones óptimas para las temidas
enfermedades, que poco tiempo después del sismo comenzaron a afligir a los
sobrevivientes, subiendo la tasa de mortalidad asociada con el desastre. Se
desataron epidemias de catarros, enfermedades gastrointestinales y tifoidea,
que aumentaron el número de víctimas secundarias, sobre todo entre la numerosa
gente que había huido de la ciudad y se había instalado en el campo. Se calculó
que murieron más limeños en la zona rural, presa de las enfermedades
contagiosas, a la falta de abrigo y a la humedad del campo, que los que fueron
sepultados por el terremoto mismo (1).
Los canales y acueductos
también se destruyeron, provocando la suspensión del abasto de agua para uso
público. El derrumbe de almacenes, panaderías y hornos, junto con la
interrupción del transporte, inició un severo periodo de hambre entre los
sobrevivientes. La población de Lima contaba con las grandes bodegas del
Callao, donde se almacenaban los productos importados que abastecían a la
ciudad, sobre todo el trigo, los cebos, el aguardiente, las maderas y los
metales como hierro y estaño. Además, los comerciantes que pudieron salvar una
parte de sus mercancías de primera necesidad, aprovechando la escasez, las
vendían a precios elevados. Otros más comenzaron a sacar ventaja de la miseria,
comprando alhajas de plata, oro y piedras preciosas a precios bajísimos a
quienes precisaban de dinero para comprar alimentos. También se tuvo que sufrir
el saqueo y el robo de los delincuentes que se aprovechaban de la confusión (9).
Sin embargo, las autoridades
y, en mayor medida, las cofradías y vecinos prominentes comenzaron muy pronto a
enfrentar la situación, buscando medios para luchar contra los problemas que
suscitaban el hambre, los heridos, el entierro de los cadáveres y el restablecimiento
del orden público.
La necesidad de reconstruir
los edificios públicos significó la toma de medidas extraordinarias en cuanto a
la recaudación de impuestos. Tal es el caso de la redificación y mejora de los
hospitales limeños los cuales sufrieron gran daño tras el terremoto, por lo
que el virrey «facilitó arbitrios y trabajó en alentar a los mayordomos y
hermandades para el progreso de estas obras importantes» apelando al recurso de
las loterías para financiar la reconstrucción de los hospitales de Santa Ana y
la Caridad, además de destinar fondos a los hospitales de San Bartolomé y San
Andrés (23) de esa forma se fueron restituyendo paulatinamente
los servicios sanitarios de la ciudad.
La rápida reacción del virrey
Antonio Manso de Velasco evitó el incremento de muertes, ya que ordenó la remoción
de escombros y enterramiento masivos de cadáveres en zanjas para prevenir
epidemias, la ordenó la limpieza de acueductos, el abastecimiento de alimentos
y la reconstrucción de las panaderías. Evitó la especulación de los precios del
trigo, prohibiendo su reventa en los caminos. Evitó el saqueo y la delincuencia
nombrando alcaldes de barrio cuyas funciones incluían evitar cualquier
disturbio, detener a los ladrones, rescatar los cadáveres de las ruinas y
darles cristiana sepultura (8). Con estas medidas no solo se buscó
retomar el orden interno, sino que también brindó a los sobrevivientes un sentido
de seguridad y bienestar.
CONCLUSIONES
La destrucción de la red
hidráulica, la acumulación de escombros y cadáveres, así como las condiciones
climáticas posteriores, contribuyeron al incremento de pérdidas humanas,
teniendo en cuenta destrucción y daños en los hospitales de Lima y Callao.
Junto al brote de epidemias, el impacto negativo en la producción agrícola y
abastecimiento de alimentos, el terremoto de 1746 nos permite reconocer el
impacto de los desastres naturales en la salud.
Tras el terremoto de 1746 la
población recurrió a la religión nuevamente, pero esta vez se produjo un
cambio: se pensó en organizar a los vecinos para restablecer el orden, se
endurecieron las leyes para prevenir los robos y saqueos, los entierros se
realizaban en fosas comunes en las afueras de la ciudad, pero sobre todo se
buscó reconstruir la ciudad de forma segura. El virrey Antonio Manso de
Velazco, conde de Superunda, tomó parte activa
durante el proceso de reconstrucción y le dio un nuevo giro a la intervención y
respuesta de las autoridades ante un desastre.
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Correspondencia: Carlos Carcelén; carlos.carcelen@usil.pe
Contribuciones de autoría: Carlos Carcelén, Daniel Morán y Laura Amador han
participado en la concepción del artículo, la recolección de datos, su
redacción y aprobación de la versión final.
Recibido:
19/05/2019
Aprobado:
22/01/2020
En línea:
23/03/2020